Recientemente y tras los hechos que a continuación expongo, he podido alcanzar la conclusión de que albergo en mí una incesante necesidad de perseguir el sol y su momento disuasorio del día, cuando concluye su deleite y su presencia. Y con la ayuda de los múltiples dispositivos tecnológicos que nos acompañan hoy día, casi siempre tengo la oportunidad de captar el momento, con mayor o menor calidad fotográfica, en el que el Rey nos abandona hasta la mañana siguiente. Para muestra, unos botones, mire usted.
Desde siempre que recuerdo mis ojos han sido testigos de tantos y más atardeceres en la playa, muchos en costas gaditanas y otros en diversos puntos de algún litoral. A quien no lo conozca me siento en el deber de recomendar encarecidamente un atardecer gaditano, a ser posible en verano, y como manda la tradición tras haber disfrutado de un completo día junto al mar, claro. En muchos de estos pueblos costeros, el momento de despedir a Lorenzo es mágico, te deja sin habla y casi sin aliento, mientras atinas a enfocar con tus ojos esos últimos trazos dorados que se apagan en el horizonte.
Indudablemente aún me cuesta encontrar palabras que definan lo que siento esos segundos en que sé que el sol se apaga una tarde más, y tal estado de incertidumbre me lleva de nuevo a dilucidar este sinsentido. Si bien me considero una persona muy positiva, es inevitable pensar que mi atracción por este momento del día más bien atisba un halo de negatividad: el día se acaba, el momento se esfuma, todo termina, ¿y tiene un fin?


Como un capítulo más del libro que leemos,
como el intermedio de una pieza teatral.
No temas, hay más,
sólo entiende que debemos racionar,
porque al final de cada batalla,
sólo quedáis tú y tus recuerdos,
y la dulce sensación de recurrir a ellos,
y poder saborearlos una vez más.
Fotos: propias, verano 2015, diversos lugares en el Sur.
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